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Maui, Las Islas Hawaianas, EEUU

Cuando yo tenía seis años mi familia pasó un mes en Hawai. No recuerdo cómo me sentía respecto a la costa antes, pero en ese viaje me enamoré del agua color jade, la arena blanca, las palmeras, los peces tropicales, el olor a frangipani, el sonido de las olas y el poder usar traje de baño todo el día y todos los días. Ocasionalmente, mis padres nos sacaban de la playa, a mi hermana mayor y a mí, para que aprendiéramos algo de la historia de las islas; en una de esas salidas, llegamos hasta una enorme estatua del Rey Kamehameha, con el pecho desnudo pero luciendo una capa y un penacho alto.

No presté ninguna atención a la información que mi padre nos leía acerca de él de una placa en la base de la estatua porque, cuando escuché la palabra «rey», comencé a imaginarme que yo era su tatara-tatara-tataranieta, y pensé que esa era la razón por la que mi piel era más oscura que la de mis compañeros de clase en Kansas. He olvidado los detalles específicos que inventé respecto a este descubrimiento, pero sí sé que soñaba con la idea de mudarme a Hawai, como parte de la realeza, y poder disfrutar a diario las delicias de ese mundo tan diferente de mi vida ordinaria.

Ese monumento está entretejido en la tela de mis recuerdos. Sin él no habría recordado el nombre Kamehameha todos estos años; pero dudo que mis fantasías de princesa fueran lo que los hawaianos tuvieran en mente cuando erigieron la estatua para honrar la memoria del gobernante que unificó las islas de Hawai. Tuve una grata experiencia, pero, al igual que la mayoría de los monumentos que he visto en mi vida, no ha tenido un impacto significativo en mí.

No todos los monumentos son construidos para conmemorar algo; originalmente algunos tuvieron una función en la sociedad, pero después de un tiempo, se convirtieron en gran medida, y a veces exclusivamente, en algo conmemorativo, instructivo, o en un ícono. El pueblo vaquero histórico de Wichita, Kansas, ejemplifica esta clase de monumento.

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